jueves, 27 de enero de 2011

1 trilogía para 2


CAPITULO UNO: EL ANTES

  Eran tiempos remotos, de esos que se suelen olvidar con suma facilidad cuando las décadas golpean con su insistencia opresora. Eran tiempos de juventud inquebrantable, tan sólo querer echar la mirada atrás era imposible porque poco más había en el tiempo antecesor. Fui niño hasta donde llegan mis recuerdos, crecí hasta convertirme en un adolescente, uno de esos adolescentes tímidos que de vez en cuando gritaban al cielo en busca de una solución a sus problemas. Y los problemas me aplastaban. Me acostumbré. Perder fue una opción obligada. La inexperiencia de la vida puso los puntos sobre las ies. Y así atravesé aquel mar de incertidumbres nadando y braceando buscando llegar a la orilla.

¿La orilla? ¿Qué es? Lo que tu imaginación pueda recorrer. Lo que tus sueños sean capaces de tejer. Lo que las mariposas que te envuelven sean capaces de aletear oxigenando la estructura impalpable que te rodea y te arrincona. Siempre hay una orilla. Siempre hay un final donde pisar tierra y continuar tu camino. Así que dispuesto a averiguar qué era la vida fui creciendo con poca información pero mucha ilusión. Es lo que me tocó vivir. Y sí, así aprendí.

Yo nunca tuve grandes consejeros, pero sí un gran amigo. Yo nunca me consideré mayor, pero sabía que iba creciendo poco a poco. Yo nunca me dejé seducir por ningún líder, y mucho menos religioso. Lidiar con fantasmas sin piernas fue un aspecto significativo en mi adolescencia. Por suerte, me volví adicto a la música, que conquistó mi alma, la desarrugó, ridiculizando cualquier espantoso aburrimiento, fue la música, su hermosa sintonía con la felicidad, su arquitectura sonora construyendo edificios de paz en mi cabeza, su incorruptible amistad que día tras día injertó su piel en mis orejas. Fue la música quien me salvó del más cruel de los tedios.

A través de ella, de la música, fui generando un convencimiento un tanto extraño para  con la dictadura que mis dieciséis años me imponía. Descubrí una especie de rebeldía aromática que coloreó ese mundo inhóspito y desteñido al que me lanzaba al vacío diariamente. Fue el principio de una gran relación. El principio del sentido a los puños cerrados. El principio de golpear sin ser golpeado. El principio de acabar con aquel túnel oscuro.

Por entonces yo no la conocía. ¿A quien? Esperar, no queráis correr más de la cuenta. Ella aparecerá en el capítulo dos, y os sumergirá en una nueva forma de entender las cosas, la vida, la materia de la sonrisa. Pero todo a su debido tiempo.

  Como decía entonces yo no la conocía a Ella. Todo esto era antes de cruzar un universo distinto en el que ni con mi más gigantesca imaginación podía llegar a comprender cómo podía florecer la felicidad en aquel otro lugar, espacial y temporal. Antes de conocer a Ella no bebía cerveza. Corría las cortinas de la vida apresurado para ver si algún día el mundo era distinto. Pero no lo era. Tenía la juventud. Pero no bebía cerveza. Bueno, luego sí bebí cerveza. Lo admito. Comencé con algún trago subliminal, esporádico, silencioso y sigiloso. Entonces, ante la fría amargura que depositó sobre mis labios aquel primer trago de cerveza, me introduje en el mundo del wisky. Lo utilicé tan solo para emborracharme los sábados por la noche. Lo dejé apartado porque condicioné el sabor del vómito a su intenso olor. No me invadió ningún desconsuelo. El wisky nunca me gustó. Probé el pacharán, el ron y un ejército de chupitos que nunca llegué a saborear puesto que en el momento de lanzarlos violentamente sobre mi boca, siempre, y reitero lo de siempre, estaba demasiado borracho como para recordar su sabor. La resaca del domingo era interminable. Como todos y todas imagináis.

Ahora mismo siento la capacidad de penetrar en vuestras mentes, queridos lectores. Veo entre sombras abstractas esa imagen que está procreando en vuestro interior un retrato mío un tanto desdibujado. Yo soy un borracho. Pues no. Era un borracho todos los sábados a partir de las 22:25 horas, justo un poco más allá de la mitad del partido de futbol de los sábados, cuando las dos jarras de cerveza bien puntuales habían ahogado y desbordado cada uno de mis instintos más profundos, punteando los mareos y las sonrisas descontroladas. En medio del sonido de la tragaperras. Con todas esas personas cenando seriamente en el bar y con todos mis amigos haciendo del ruido encorvado una rutina creciente. Era un borracho tan solo cada sábado. Estaba rodeado de borrachos. ¿Qué podía hacer yo si además la diversión era la única bandera a la que yo me podía aferrar? Era joven. Pero de domingo a viernes, os puedo asegurar, no era un borracho. De domingo a lunes preparaba y hablaba con mi hígado las palabras justas para ir mentalizándolo para cuando llegara el sábado.

  Como os contaba, pasaron muchas bebidas por mis labios destrozando sin piedad mi aliento, descoordinando estas piernas que solían jugar entre semana a baloncesto y que se mantenían en pie los sábados a partir de las 00:00 horas de forma milagrosa. Ahora con la edad ya un tanto avanzada pienso que jugaba y entrenaba a baloncesto simplemente para que las piernas aguantaran el peso del sábado nocturno. Siempre creí que ese fue mi gran talento. Hoy en día sigo manteniendo esta vieja idea. Y todo encajó en su sitio cuando el vodka con limón apareció en mi vida. Recuerdo perfectamente aquella primera vez que galopó sobre mis labios aquel sabor intenso y su maldita acidez por mi interior. Yo llegaba de ver un partido de baloncesto con un par de amigos. Mis amigos también eran amantes de la teoría de las borracheras intensas y sobre todo interminables. Vamos, que eran borrachos como yo, pero de esos de sábado noche para ser exactos y justos. Eran las 21:00 horas y comencé a beber vodka tras vodka. Una extraña e intrusiva idea mía me hizo pensar que el vodka tenía una baja graduación alcohólica, así que en sesenta y tres minutos me bebí cinco vasos de vodka con limón. Me sentí feliz. Contento. Una verosímil felicidad extendió sus brazos sobre mis labios. Pero no estaba borracho. Me fui a casa. Cogí un bocadillo de calamares. Y me fui al bar a emborracharme.

  A partir de ahí me enamoré del vodka con limón. Todos los sábados me citaba con el vodka con limón. Pasé una juventud divertida, desatada, anárquica, sin violencia, sintiendo amor por la vida, por la gente, por mis resacas, adormeciendo el aburrimiento o incluso envenenándolo con una pócima propia e intransferible, y cómo no, estudiando para ser lo que ahora soy, una persona humana con ganas de vencer la terrible imposición de la tristeza y con las habilidades necesarias para humanizar al que desee sentirse humanizado. Me faltaba una cosa en mi vida. Me faltaba una sola cosa para aventurarme hasta la más valiente de las afirmaciones y poder gritar a ese cielo mudo: soy verdaderamente feliz. Me faltaba Ella. Y la encontré.







CAPÍTULO DOS: EL MOMENTO

  El momento es el momento. Sería complicado describirlo con extrema exactitud después de tanto tiempo, por eso escribí un pequeño libro en su día para que el tiempo no devorara de forma despiadada aquellos maravillosos recuerdos. Con aquel pequeño libro titulado “Una navidad diferente” dejé impregnado en mi relación de amor el primer artículo del manual de “cómo decirte que te amo”. Me funcionó de forma efectiva y aplicó a mis besos una rosada sensación de transparencia que hizo posible el trotar a dúo durante todos estos años.

  El momento fue aquel en el que choqué una noche en medio del vacío con Ella. Bailamos. Nos besamos. Y jamás volvimos a separarnos desde aquel instante. Es extraño cuando hablamos de “el momento”, pero “el momento” para Ella y para mi creemos que estaba adjudicado por las estrellas desde siglos pasados. “El momento” ocurrió cuando tenía que ocurrir, como tenía que ocurrir, y transcurrió acentuado por una sinceridad y un amor permanente nacido desde las entrañas de nuestras miradas.

  Desde entonces nos transformamos en dos amantes ansiosos que bloqueaban cualquier interrupción en su relación. Uníamos nuestra furia para marear lo maleante. Reseteábamos el corazón cuando era necesario. Destrozábamos los teléfonos que teníamos a nuestro alrededor, unas veces cada uno desde “su” casa, otras veces buscando de forma desesperada y atómica la cabina más cercana para salir corriendo y llamar el uno al otro. Recuerdo perfectamente aquellas llamadas telefónicas. Hacer cola sufriendo aquel indecible frío. Dar vueltas y hacer como que no te molesta estar esperando. Y uno esperando allí. Rozando el estado de perturbación absoluta. Capaz de estrangular a aquella persona que seguramente no tendría tanta urgencia de decirle a alguien que la quería como la tenía yo “¿Cuando demonios acabará este imbécil?” “¿Pues se ha creído que el teléfono es suyo?” Luego entraba yo, “hola”, saludaba hipócritamente. Entraba en la cabina. Marcaba el teléfono que ya no recuerdo pero que en su momento memoricé automáticamente como si fueran las cifras de un código secreto que te entregan al nacer y que necesitas para sobrevivir el resto de tu vida. Entonces sonaba la voz de la calma, la sonrisa lejana de una mujer que me había abonado a la esperanza, la carcajada que albergaba un hogar en mi felicidad y que derribada todos los castillos del sufrimiento. Ella. Siempre estaba ahí. Le contaba qué había comido. Le contaba qué había hecho. Le contaba cuantas veces me había quedado bloqueado durante el día pensando en Ella. Le contaba sin decirle nada cuantas veces moriría por ella. Una mirada fija dejaba la firma en su retina Así que pronto lo entendimos. Nos queremos enloquecidamente y vamos a intentar que nuestra vida sea lo más fructífera posible. Vamos a ser listos y a darle al amor el sentido que se merece.

  El invierno cruzó con ilusión el centro de nuestro amor. Luego pasó la primavera. Las flores le dieron el color idóneo a tanta sonrisa descosida y alborotadora. Se alargaron los días y se alargó el grito de nuestros corazones. Luego vino el verano. El sudor. Los cuerpos unidos en un trance compartido. Las noches calurosas sofocando cualquier intento de rendición. Las horas tumbadas en el césped recopilando anécdotas y adoptando la forma de amantes invisibles. Qué nos importaba a nosotros lo que nos dijeran. Qué nos importaba a nosotros la contaminación, los impuestos, la asimetría de la felicidad, el dolor del ajeno, qué nos importaba a nosotros: nada. Estábamos en un proceso de recién enamoramiento que duraba ya siete meses y ambos coincidíamos en la misma afirmación. Paseábamos siempre cogidos de la mano. No atendíamos señales externas. Cruzábamos las calles pensando que pisábamos por encima de las nubes. A veces nos daba la sensación de ir andando por encima del agua. Pitaba un coche y transformábamos el grito de su conductor en música celestial. Pero sobre todo coincidíamos en la misma afirmación: parece que nos conocemos de toda la vida.

  Así que decidimos compartir. Compartir me refiero a compartir todo. Alegrías, sonrisas, lenguas, penas, manos, corazones, gripes, preocupaciones, cartillas del banco, lamentaciones, sueños, pesadillas, imprecisiones, sonambulismos, ruinas económicas, perturbaciones, depresiones,  errores, de nuevo alegrías, sonrisas y hasta hoy en día conservamos un batido consistente de todo este mejunje del que nos nutrimos con mucho orgullo. Hoy en día seguimos compartiendo todo.

  Pasó el tiempo. Pasó rápido. Por lo menos ahora que lo recuerdo, ahora que todo esto es un recuerdo al que me niego dejar morir en la desidia del olvido. Por eso escribo. Por eso lo cuento, Y pasó el tiempo con la lección bien aprendida. Nosotros le impusimos nuestros artículos, los artículos de un nuevo manual que comenzamos a escribir juntos y que decidimos titular: “Así queremos que sea nuestra vida”.

  Fuimos madurando ambos con nuestra convivencia. No le escribimos a los reyes magos nunca, le escribíamos a la luna para que nos acechara con su hermosa luz todas y cada una de las noches. Veíamos pasar el mundo alrededor nuestro, descomponerse, desbocarse en su propia locura, arrugarse como un globo cuando explota, acercarse a un precipicio del que nosotros no queríamos formar parte. Nos casamos. Nos fuimos a vivir juntos. Preparamos nuestro hogar. Dejamos aquel coche que habíamos transformado en sofá, cocina, salón, cama, habitación, balcón y no se cuantas opciones más. Dejamos de despertarnos helados a las 07 de la mañana, desnudos, bajo una manta adquirida en un hotel que ya no recuerdo, para irnos a casa de nuestros padres y volver a encontrarnos tres horas después. Dejamos de lado todo aquello que no nos interesaba. Que era mucho. De su mundo estúpido. Así que preparamos nuestro hogar. Lo enriquecimos de felicidad y comprensión. Lo adornamos con una convivencia basada en el respeto, la libertad y el amor. Tuvimos una hija. Una hija que nos parece que crece un centímetro al día. Llenamos la oscuridad de luces. Luces de colores. Le pusimos parques infantiles a nuestros odios. Dejamos de odiar por odiar. Ya solamente odiábamos a la gente que se la merecía. No queríamos odiar. Pero ciertas personas con bigote te incitan violentamente a odiar. Habría que demandarlos por incitar al odio con una simple visión de su rostro. Y así hasta hoy en día.  Hasta nuestro ahora. Hasta “El ahora”.











CAPÍTULO 3: EL AHORA.


  El ahora es el aquí y el ahora. El momento durante el cual mis dedos sudan escalofríos innegociables y los exprimo contra esta hoja para sacar de ellos algo que me entretenga, algo que le ponga a los recuerdos las ventanas necesarias para airearse”. Miro por el retrovisor del tiempo y veo la silueta de los años pasados cómo se dibuja con nostalgia sobre mi curtida memoria. Nada ha cambiado. Todo sigue igual. Los besos siguen siendo regeneradores celulares de nuestras almas. Las miradas siguen enfocando el misterio de lo deshabitado y extraen de la oscuridad sus versos más hermosos, aprovechamos lo mejor de lo que la vida nos ofrece y seguimos conduciendo por parajes propios del amor y la amistad. Todo sigue igual. Tanto que no puedo evitar escribir este mar en calma.

  En cambio por ahí afuera sigue todo absolutamente acelerado. El mundo avanza hacia atrás y por más que gritamos contra el viento no hay forma alguna de abrir un boquete en el silencio ordenado. Hay días en que la deforme exactitud con la que la estupidez humana insiste en atravesar nuestra ventana puede con nuestra esperanza, y entonces nos arrojamos al desorden como quien vende su alma a la locura. Caemos en trampas firmes y preparadas por gente invisible que debe ganar mucho dinero. Bueno. Realmente que tienen todo el dinero. Y desordenamos nuestras mentes. Nos dejamos vencer por el estrés. Corremos sin sentido. Nos alarmamos por cosas intrascendentes Dejamos de sonreírle al espejo. Gritamos a personas que no padecen sordera alguna. Tratamos a los niños como adultos. Envejecemos cinco años al mes. Nos olvidamos del placer que automáticamente deposita en tu corazón la música, o un buen libro, o una adecuada reflexión, meditación o como lo quieras denominar. Escupimos al viento cuando lo que tenemos que hacer es seducirlo. Besarlo. Armoniarlo o incluso si me permitís el secuestro, robarlo para esconderlo en nuestro propio armario. En ocasiones necesitamos al viento, su aire, su composición química abriendo los poros de nuestra reflexión. Y nos olvidamos. Nos desordenamos. Todos nosotros. Y aseguro que es evitable.

 Nosotros en cambio hemos aprendido a abofetear la estructura impuesta. No somos los hijos de Robin Hood. No somos las palabras del Che Guevara. No somos lo que no podemos ser. Simplemente somos dos personas que cuando caminan bajo la lluvia vamos acariciando cada gota que desciende con suavidad y ternura y que nos aporta oxígeno a nuestro sentido. Simplemente somos dos alas que aletean a la inversa de lo dictado y que vuelan hacia donde les place. Simplemente somos aquellos a los que les gusta dormir arropados bajo el mismo aliento. Simplemente somos aquellos a los que la historia dejará de lado y jamás utilizará nuestros nombres para convencer a los convencibles. Simplemente somos aquellos a los que la banca le gustaría encarcelar, pero que no lo hace porque no ha encontrado todavía motivo legal alguno. De momento. Porque cuando me disparo también puedo sacar a pasear mi vena psicópata. Simplemente somos aquellos a los que los políticos temerían con todas sus fuerzas si supieran cara a cara lo que pensamos de ellos. Simplemente somos aquellos a los que la sociedad no ha conseguido derrumbar, ni pisotear, ni re-enterrar. Simplemente somos aquellos que escriben su día a día pegados a su café con leche, a su música, a su baño diario, a su libro, los que anudan sus propias entrañas entre sí y traen a la vida otra vida. Simplemente somos aquellos que son lo que quieren ser, dentro de esta niebla de rejas en las que nos movemos y por la que andamos cogidos de las manos, bien fuerte, tensamente, con la capacidad suficiente para levantarse cuando uno de los dos se golpea contra un muro invisible y poderoso.

  Así que llegado al final de esta trilogía de tres capítulos me veo con la obligación de tener que acabar con una supuesta moraleja, o con un mensaje encubierto que pueda que dar de pensar. O quizás tenga que acabar con algún mensaje político, o con un toque de humor que haga reír a un lector que seguramente no sea lo que espere. O quizás tenga que acabar con algo que realmente sorprenda a ese mismo lector, o lectora, tu, que estás ahí enfrente leyendo estos momentos de reflexión en medio de un tiempo muerto. O posiblemente esperéis un mensaje de amor pues esta pequeña trilogía parece más bien un catálogo de momentos amorosos. Y sin embargo me voy a despedir de la forma más simple con la que se puede despedir alguien que ha pasado un rato entretenido escribiendo a voz de dedo, me voy a despedir aconsejando una vez más, y ya son unas cuantas, que seáis tan felices como podáis y que disfrutéis de la vida, ahora que estamos vivos.


                            SIN FIN


Paco

lunes, 24 de enero de 2011

Mi alternativa


Desde aquí inauguro un nuevo olor a esperanza
le doy vida al dolor, a la felicidad, a la
antimateria de mi corazón, todo cabe, todo vale.
Salto de constelación en constelación
viejo proverbio de la libertad
expandiendo el aire de mis pulmones
gritando junto al latido de mi graduada rabia
unas veces susurrando de tres en mil
y otras como ahora
poniéndole pies a mis dedos de la mano.

Calzo una mente cansada
de deambular entre extraños parásitos
de ideas infecciosas, almuerzo
a la luz de una nueva esperanza
hace frío, abrigo mis entrañas
con un beso carteado desde el
fuego del amor
me ilumina, me enciende, me entorcha
en la oscuridad de los pasillos de mil puertas
salto al vacío y libero el animal
que me muerde por dentro
y me sobra una sola sonrisa
para conspirar contra la desidia
cortejo el ánimo
lo acerco a mi vera
lo cubro con mi piel con aroma a amistad
y grito con la voz del silencio
que de este estado no me moverán
mientras ando tramando
cómo conquistar a la luna
para que no muera con los sueños rotos.

De cinco en cuatro y de tres en dos
voy restando posibilidades
a la magnitud de las sombras.
Cubro mi rostro con una neomáscara
voy a grapar el rostro de un barco con velas
ahí justo sobre mis labios
qué pena, las tormentas y sus dioses
tendrán que buscar otro marinero al que amordazar
este que nada y no se ahoga
escribe un nuevo diario en alta mar

el mismo desde que te conocí.

Ámame, dime que me quieres, déjame ser,
con eso no podrá ni el más canalla
de los ladrones de sueños.

Paco

domingo, 23 de enero de 2011

Son dos puñales que salen desde mis ojos


Son dos los puñales que salen desde mis ojos
uno el rayo que me atravesó
son cuatro los lamentos que enredan
este viejo laberinto
tres las veces que soñaré contigo
son seis los errores que me comen por dentro
cinco las veces que moriré por ti
son siete, siete veces, las que resucitaré por
y para ti.

Paco

Borregos.com / (Formistas) /


Con síntoma de calumnia ejercitada
a base de golpetazos en la sien
uno y otro golpe
nos aboban en un macabro crepitar
de mente falsificada.
Bulos, insignias y cofres
ataviados de serrín para
lenguas sin volumen
cada uno se conforma
con su aliento de borrego
amenizado por la tv.@ignorante.es
y sus cables enredados entre las neuronas
yo soy el número 15 mil
y no se cuantos
tu eres otro borrego
no creas que no te he visto
me veo y te veo
nos observamos sin ser algo
más que una mancha en la esperanza
una fría y calculada mancha
pintada por unos ingeniosos mal nacidos.

Paco

martes, 18 de enero de 2011

Salí a la calle a pasear mi sombra


Salí a la calle a pasear mi sombra
tan distraído y tan en mi mundo
como es habitual entre los dos.
Crucé el paso de peatones
recordando a los Beatles,
nunca me gustaron los Beatles
fueron buenos, sin duda,
pero yo me caracterizo
no se por qué
por aferrarme al gusto
de la inmensa minoría.
Muchas veces
esa inmensa minoría soy
yo solo. Y me gusta.
Porque entonces soy yo
yo contra el mundo
según algunos
yo en mi mundo
como dice mi corazón.
Bueno, pues seguí caminando
entré al local de loterías
volví a salir derrotado
estúpida ilusión capitalista
salí de nuevo con mi sombra
no me dijo nada
como siempre tan calladita
paré en otro paso de peatones
cruzó el que cruza sin mirar
cruzó la madre con su hija
y con el semáforo en rojo
mi sombra y yo allí quietos
cruzó el asfalto el subnormal de turno
a velocidad inquietante con su
coche todogilipollas
y luego crucé.
Me dirigí al supermercado
la gente hablaba de los extranjeros
me precipité a la guerra, pero
mi conciencia me detuvo
para, piensa en tu salud
es una batalla perdida.
Buen consejo, amiga.
Le hice caso.
Salí cargado con siete bolsas
solo iba a comprar una tontería
pero me marché con cara de tonto.
Caminé hasta casa haciendo pesas
por lo menos que valga de algo
caminar con tantas cervezas a peso.
Subí por el ascensor. Abrí
la puerta de casa.

Me sentí a salvo.

Recibí cuatro besos
como cuatro trucos de magia.
Sonreí. Abrí una cerveza.
Puse música con el volumen alto.
Y me olvidé del mundo.

Paco

sábado, 15 de enero de 2011

Lo que nunca hay que olvidar

Una niebla tejedora de misterio
cubre mi balcón, mis huesos
y lo que queda de mi razón
la noche es fresca y clara
simplemente fresca y clara
mis dudas crujen en el descanso
muto a cuerpo torpe que anda sin piernas.

¿Dónde vas sin un objetivo?

Avanzar es sentirse manecilla de un reloj
sentir cómo empujas el viento, el rumor 
de su silencio
sentir cómo mojas la lluvia, el formato
de su humedad
sentir cómo secas el sol, sus escurridizos
hilos de luz

avanzar es sentirse en el camino
pisar por un asfalto en construcción
nutrido por la soledad
con la esperanza laminada en la lengua
avanzar con el trofeo de una sonrisa
exponiendo tus debilidades
dejando parapléjicos los miedos
aceptando la compañía de los tuyos,
y de los otros,
que somos todos quienes avanzamos
pulgada a pulgada
nos acercamos a la muerte
invisible e inexpugnable
tremenda compañera de viaje
espía infatigable.

Así que vuelvo a crujir mis dudas
en esta noche fresca y clara
con el balcón invadido por la niebla
me fumo mi infusión y sonrío
porque lo que no olvido
es que sobre todo sigo vivo.

Paco