miércoles, 16 de noviembre de 2011

La mentira del amor

Pegó el último trago a la copa y salió del bar andando con la sonrisa muerta. El abrigo oscuro y la bufanda alrededor del surcado cuello que sin embargo ardía como todas las tardes a la misma hora. En la calle un autobús con una fotografía inmensa de una señorita vendiendo un sujetador le hizo ahogar la mirada en dicho sujetador hasta que el conductor arrancó y se marchó entre la niebla que producía la fina lluvia.


Era el momento de regresar a casa. Allí le esperaría su mujer. Le encantaba recordar cuánto la amaba. Aquella mañana habían tenido una pequeña discusión, pero a él le gustaba pensar que el amor puede con todo, que los problemas se resuelven si hay amor. Después de una leve discusión de pareja, le gustaba ir al bar y echarse unas partidas, entablar conversaciones silenciosas con el wisky más barato posible. El tiempo lo arreglará, cuando llegue a casa se habrá olvidado del incidente. Porque la amo. La amo con locura, y ella lo sabe. Es mi princesa. Es mi mujer.


A veces, solamente a veces, le preocupaba mínimamente algunos gestos que se le escapaban cuando la cólera obstruía su mente. Pero cuánto la amaba. Eso era indudable. Canalla sería quien dudara de su amor hacia ella. Al mismo tiempo que sonreía por el amor hacia su mujer, una chica rubia cruzó el paso de peatones con rigurosa velocidad. La miró desenfrenadamente, enfocó sus ojos hacia el trasero de la chica, y sonrió con propósito desconcertante.


Llegó al portal de casa. Por fin en el dulce hogar. Por fin con su mujer. Yo soy así. Me enfado pero la quiero mucho. Es mi forma de ser. Es mi carácter, el puro amor, dar mi vida entera por mi princesa. Cuando la abrace sentirá todo lo que la amo. Subió despacio, como deseando perderse en la eternidad del presente hueco, difundiendo su irreparable aburrimiento contando los escalones. Ya estoy en casa.


Al entrar colocó el abrigo sobre la percha donde había otro abrigo suyo, un sombrero suyo, un bolso azul con un dibujo de cocodrilo suyo, dos bufandas estiradas y viejas también suyas, y una gabardina suya que guardaba con mucho amor como recuerdo de su difunta madre. También colgó la bufanda que traía de la calle.


Entró al salón mientras su mujer recogía la cocina en silencio, atascada en sus pensamientos intentando diluir la incomprensión con cierta frustración. Se sentó en el sofá. Cogió el mando del televisor e hizo zapping hasta detener la imagen en el telediario. Su mujer se acercó hasta la mesa que asomaba a sus pies ya descalzos y fríos como el rostro del hielo. Comenzó a limpiarla. Agitó un trapo de forma torpe e irracional pensando quién sabe qué. Mientras él continuaba centrando la atención hacia el televisor. Introdujo sus tensos dedos en el bolsillo del pantalón, extrajo un cigarrillo y lo colocó sobre la base de sus húmedos labios. Ella continuaba limpiando, sin mirar a su marido, hasta que se le ocurrió la firme idea de coger el cenicero y vaciarlo en el cubo de basura. Tan solo fue eso. Una simple idea. En cuanto manifestó el primer gesto de lanzar sus dedos hacia el cenicero, su marido giró 90 grados el cuello y enterró una mirada de odio en el rostro de su mujer. ¿Era odio? ¿Era cólera? ¿Era rabia? ¿O simplemente poder?


Su mujer salió en silencio del salón. Se introdujo en la habitación. Cerró la puerta. Se sentó en la cama y comenzó a llorar desconsoladamente, atemorizada como quien se pierde en el desierto de la eternidad, en un desierto sin noche, donde la arena se introduce en tu garganta y no te deja respirar, y te va ahogando poco a poco, irremediablemente hasta que te sientes muerta. Sus llantos atravesaron las paredes con solvencia. Él, mientras tanto y como todos los días, sonreía viendo las noticias deportivas.


Paco

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